En 1986 México ingresó al entonces Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio (GATT, por sus siglas en inglés). A partir de ése año, el proceso de apertura de la economía mexicana se ha vuelto irreversible por las características mismas que asumió: el ingreso al GATT y los posteriores Tratados de Libre Comercio tenían que ser ratificados por las Cámaras de Diputados y Senadores, donde el partido en el poder tenía mayoría absoluta. Aún en fechas recientes, si se desea alguna modificación sustancial a estos acuerdos, implicaría un proceso de negociación política que muy pocos de los partidos políticos están dispuestos a realizar. Así, la apertura económica instrumentada y la certidumbre jurídica derivada de este proceso de incorporación a la globalización, se vislumbran como piedras angulares de las transformaciones estructurales del país, con miras a participar competitivamente en el proceso de globalización. Surge sin embargo la duda en torno a en qué medida estas transformaciones estructurales obedecen a las necesidades propias de la economía mexicana o responden más bien a los requerimientos de los organismos internacionales que promueven dicho proceso de globalización.
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